La idea de perdón se convierte en una forma de venganza. El otro, el culpable, el
ofensor, debe abajarse, humillarse, rendirse y pedir perdón, porque su
pedir perdón me otorga poder, me sitúa por encima de él, lo hace
dependiente de mi voluntad. No existe venganza más fría que el
arrepentimiento del otro, que tener la oportunidad de mirarle por encima
del hombre y expresar con histriónica y falsa majestad aquello de “te
perdono”. Evidentemente a nadie le apetece pedir perdón sometido a
tamañas condiciones: me quedo más a gusto con mi culpa, vieja ya
compañera de viaje.
Basta con meditar si en alguna de nuestras relaciones presentes o
pasadas ha sucedido alguna vez que nos pareciera que algún otro estaba
“obligado” a pedirnos perdón. Si usted siente que el camino para
perdonar empieza en que el otro cumpla con
su obligación téngalo claro: usted desea venganza. Por eso
castigamos al ofensor con la indiferencia, le quitamos el saludo y la
palabra –con lo que negamos que comparta nuestra común humanidad-, y
procuramos con ello que recuerde el daño causado e incluso el odio que
se le profesa.
Quien no quiere perdonar se ve obligado a un remover constante
en la herida de la daga que la causó, ampliando el daño por cuenta
propia más allá de lo que quien ofendió quería o podía hacer. Sólo
nosotros podemos dar tanto poder al que nos hace daño, a través del
rencor.
Los amantes de la venganza tal vez no hayan comprendido que el rencor permite al adversario seguir
castigándonos mientras permanece sentado en su casa al abrigo del fuego.
El peor enemigo de uno mismo es ese yo rencoroso que logra
mancillar y determinar todo el presente con la basura de un
pasado que sólo a él importa.
De hecho, el verdugo no tiene cómplice más
servicial que el rencor de sus víctimas. Más todavía: el
rencoroso se hace daño a sí mismo para mantener la justificación de su
deseo de venganza; y de ahí que el rencor intente no dejar pasar el
tiempo sino recordar vivamente el daño. El rencor vuelve definitivo
el mal padecido y es un
hábito del corazón que es más mutilación que costumbre; una vejez
prematura porque está hecha de heridas sin curar y del peso opresivo del
pasado estancado como daño.”
El drama de la vida humana comienza a apreciarse cuando, visto que el
rencor es un monstruo que destruye la vida y con el que no queremos
hacer cuentas, queremos perdonar… pero no podemos.
En
nuestra sociedad pedir perdón carece de sentido, puesto que en lugar de
ser una liberación de la culpa se ha vuelto la certificación de la misma.
El que perdona reconoce en la humillación del ofensor la realidad de su
culpa, la justificación del propio rencor y encuentra, en tantas
ocasiones, precisamente en la petición de perdón, justificación y
fuerzas renovadas… para no perdonar. Reconocida la culpa renace el
sentido que sostenía el rencor.
El que perdona no sólo recupera una relación dañada, sino que renace el
mismo al tiempo presente, que estaba empañado por el recuerdo de la
ofensa. La gracia del perdón alcanza al ofensor pero esponja,
sobre todo, el corazón de quien perdona.
Es una experiencia mucho más bella perdonar que ser perdonado,
lo que nos recuerda aquella intuición de Platón que sin este correlato
nos parece incompleta. Me refiero a aquello de que “es mejor sufrir
injusticia que cometerla”.
(texto tomado del artículo "La experiencia del perdón" del sitio ALETEIA.org, para leer completo el tema CLICK AQUI
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